ESOS ERRORES QUE NUNCA SE ACEPTAN

A veces es difícil aceptar los errores que uno comete, y más cuando aceptarlos lo incluye en uno de esos paquetes que generalizan a las personas, como por ejemplo: si una mujer va manejando y otra la cierra, la primera le grita “VIEJA BRUTA”, y luego se voltea y le dice al copiloto (que generalmente es el hijo adolescente que siente que el mundo está confabulado en su contra para avergonzarlo): si viste como me cerró? Uich! Vieja tenía que ser. El hijo piensa para sus adentros: a ver mamá, y tú ¿qué vienes siendo, no eres vieja también? Pero no se lo dice porque de eso podría depender su mesada.

Yo me esforcé muchos años por no entrar en ese paquete, y estoy segura de que lo logré – si, búrlense, búrlense todo lo que quieran y piensen mientras léen esto: “debe tener maneja’o de vieja” – y hoy en día manejo ‘más o menos’ relativamente… no, perfectamente bien. Sin embargo, tuve que pasar las duras y las maduras, para llegar a ese ‘más o menos’.

Primero que todo hay que reconocer las cualidades que brinda la testosterona: resulta que esta hormona promueve la coordinación, ayuda a desarrollar las habilidades temporo – espaciales, y de hecho hace que ante un sentimiento abrumador la persona no arranque en llanto. Si quieren mas información al respecto busquen en Internet porque mis conocimientos al respecto llegan hasta aquí (por lo menos en lo que se refiere a este tema en particular). Entonces pues es normal que el man, que está lleno de esa vaina en la sangre, llegue y parquee en tres tiempos en un huequito donde tiene 45 centímetros de espacio entre carro y carro, mientras que una mujer necesita 45 minutos y tres metros para poder hacerlo en esos mismos tres tiempos. Eso, si en la segunda girada del timón no suda demasiado y revienta en llanto bajando el vidrio para pedirle al tipo del parqueadero que le ayude. El man del parqueadero le dice “claro monita, yo le ayudo”, y cuando se voltea a gritar “déle, déle”, la vieja esta parada al lado entregándole las llaves.

Ahora, el hecho de que ellos produzcan mas testosterona que nosotras, no quiere decir que con una estimulación adecuada y una correcta guía en nuestro proceso de aprendizaje, no podamos desarrollar nuestras habilidades temporo – espaciales y llegar a ser excelentes conductoras. Entonces ahí está el segundo punto: la mamá y el papá, que son nuestros educadores primarios (cuando no es la niñera, o la empleada porque ahí si es peor), le regalan al niño un carrito y a la niña una muñeca. Entonces pues así ¿quien aprende? Mientras ellos manejan los carritos a control remoto por toda la casa y sin mirar, uno está con un algodón con alcohol tratando de quitarle a la muñeca los rayones que el hermanito hizo con un esfero en los cachetes de la muñeca.

Yo como fui tan viva desde chiquita (sí como no, jejeje), y sabía que si pedía un carrito no sería bien visto, entonces pedí un cochecito para mi muñeca, y así podría ir adiestrándome en el mundo de los coches.

Pero ahí viene el tercer punto: los fabricantes de juguetes. Parece que ellos saben que si fabrican buenos coches para las muñecas, dentro de poco tendrán al 60% de las niñas pidiéndole al niño dios carritos a control remoto, pistas de carreras, jugando súper triumph con las amigas, en vez de comprar el diario mágico de la barbie, y haciendo fila en las maquinitas de daytona en los centros comerciales, y entonces ¿Quien juega esa pendejadita japonesa de los bailes? ¿Quien compra muñecas? Nadieeeeeeeeeee……. Y bueno, pedagógicamente hablando, los juegos de roles también se irían a pique, y nadie vuelve a aprender ni a querer ser mamá, y ahí si paila…

Pero volvamos al tema: entonces los fabricantes hacen unos carritos para los niños que ¡carajo! No son de verdad porque uno ahí no cabe, porque de resto son impecables, pero los coches de las muñecas, válgame dios, esos son lo mas ordinario que puede haber: es una caja plástica mucho menos densa que la muñeca que va ahí adentro, con una base plástica, con unas ruedas plásticas, y cuando la pobre muchachita mete ahí la dichosa muñeca, uno ve como empiezan a cederse esas ruedas y la base, y reza una de mamá: que se rompa un día que tenga tiempo de ir a comprar otro, por favor, por favor. Además si viene con stiker de princesas de Disney cuesta un cojonal de plata.

Entonces la muchachita lo empieza a usar y esa vaina no anda, las ruedas ni siquiera giran, hasta que se aburre y (como hoy en día los niños tienen absolutamente de todo) coge el cargador para bebés miniatura que tiene, carga ahí a la muñeca, y el coche queda tirado en un rincón. Adiós al desarrollo temprano de las cualidades temporo – espaciales.

Pero todavía tenemos tiempo:

Viene la adolescencia que se divide en dos: antes y después de los dieciocho. Por lo menos la mía.

Antes de los dieciocho, en realidad a los doce, uno de mis primos tenía un Renault 4 verde militar, tal vez modelo 78… o 73? No me acuerdo… y fuimos a comprar el pande bono para el café del domingo en la tarde (hago aquí un paréntesis porque cuando era niña todos los domingos nos reuníamos todos en la casa de mi abuela a adelantar cuaderno, la pasábamos tan bien… cómo extraño eso) y entonces mi primo simplemente se bajó del carro, y abrió la puerta del copiloto y me pidió que me sentara en la silla del conductor. Ay, cáspita, re – cáspita, rayos y centellas, santos rascacielos, casi nos estrellamos. Pero aprendí que es un embrague, un acelerador, el freno, la palanca de cambios (¡la reversa!), freno de mano… lo del timón no me quedó muy claro, pero bueno…

Lo hice tan mal que se convirtió en una obsesión para mí, pero no tenía a nadie que me enseñara. Mi mamá que era la única que tenía toda la voluntad, la pobre en esa época aún no lo hacía muy bien, y mi primo por alguna razón no quiso volver a ponerme al volante.

Cómo a los dieciséis, me di cuenta de que nadie iba a enseñarme, y pedí de cumpleaños el curso y licencia de conducción a mis papitos queridos. Me dijeron que no, que estaba loca, que a los dieciocho con mucho gusto. Eso fue muy alentador, porque no fue un "no" rotundo y me aseguraba el triunfo a los dieciocho años. Mis papás son de confiar, son de palabra. Era un buen augurio.

A los dieciocho… Ellos cumplieron. Pero ese curso no sirve pa’un carajo. Aprovecho para darles las gracias a las tres personas que se subían conmigo al volante mientras yo aprendía, y me tuvieron paciencia… mi novio de la época, mi amigo del barrio, y mi amiga de la universidad. Les agradecería con nombres propios pero después dicen que los embalé, y terminan con listados interminables de primos adolescentes pidiéndoles que les enseñen a manejar.

Mis amigas del colegio también se subían, y lo hacían con gusto, pero ellas iban pendientes que no quemar la silla con el cigarrillo, del chisme de la que terminó, de la que levantó… en fin… no se daban ni cuenta de las cuatro experiencias cercanas a la muerte que teníamos en cada recorrido.

Siguiente etapa: manejando como taxista

Si se puede. Desarrollé mil habilidades aprendiendo a manejar. Empieza uno a calcular la velocidad a la que puede meterse en cada huequito, a aprovecharse de los espacios de las motos para cambiarse de carril, a picarle el ojo a los manes para que lo dejen seguir, a sacar la mano cuando las direccionales se dañan, cuando no también, y uno no sabe en qué momento termina enfrentándose a un taxista después de darle un piquito al carro y diciéndole: “si quiere le doy cinco mil pa’l ruby, hermano, no tengo más”.

Cuando eso me pasó, el taxista casi muere de risa, y me aceptó el negocio en unos términos muy compañeristas. Ahí me preocupe. Respeto muchísimo al gremio, pero no son el ejemplo de conducción en esta ciudad.

Luego vienen dos ingredientes determinantes: hoy en día soy mamá, y además he manejado en otros países. Lo primero en lo que a conducción se refiere, me llevó a aplicar el famoso acuerdo tolteca que dice: “no suponga, verifique”. No suponga que ese carro no va a acelerar, no suponga que el del carril del lado se acobardará y no la cerrará. En fin… cualquier riesgo que yo corra, de esos deliciosos que lo ponen a uno a producir un montón de adrenalina, lo corre ella también. Cuando uno tiene colita, le cambia el camina’o.

De otro lado, cuando uno maneja en otras partes, y se da cuenta de lo que realmente es civilización, valores como el respeto, la tolerancia y la paciencia comienzan a ser, de a pocos, parte del estilo.

Ay, de por dios… es que definitivamente manejo tan bien… que me sorprendo a mi misma, jajajajajajajajajajajaja.

Y pues uno nunca acepta que es parte de ese paquete general que hace las cosas mal, como ser la mujer que va cerrando a todo el que viene detrás, o el macho que en los paseos nunca acepta que se perdió ni quiere preguntarle a alguien mas por donde es, o rodar chismes de pasillo en las oficinas, o ser un viejo verde desde los veintiocho, o simplemente un inútil, en fin. Ahí nos vamos encasillando entre todos. Y si usted fuera parte de ese paquete que tanto critica… ¿Qué?

Pero más que contarles una experiencia personal, yo nunca aceptaría que soy mala conductora, y para mí, un hombre de a de veras, nunca aceptaría, por ejemplo, que no es capaz de cuidar a un bebé, o algo así… ¿Si me expliqué? O escribimos otro blog…

POR: AVENTURERA

Comentarios

  1. Ese carro donde te enseñaron todavía existe; es decir que la "amenaza verde" circula en Buga

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